En el Japón medieval, matar era fácil, sobre todo a las poco valoradas mujeres, primordialmente a las jóvenes muchachas. Eso sí, todo con mucho honor realizado. Porque si las mataban ya no tendrían que cargar con la responsabilidad de suprimirse ellas mismas.
Cuando un Señor moría en la plenitud de la vida, había que vengarlo; recompensarle. ¿Cómo? Preparándole para el más allá una compañera que le hiciera feliz. Preferentemente la muchacha de la que él era padrino o una de las jóvenes más hermosas próxima a ser mujer.
La mataban de madrugada para aplacar los deseos. Al apuntar el alba. La familia de la víctima ni dudaba sobre el destino que a la desdichada joven le aguardaba. Nadie decía nada.
Hay un asesino ejecutor preparado, se anima a sí mismo tocando la flauta; su ansia se acrecienta.
Esto te deja petrificado, lees pero no sientes el alma, sólo el miedo y la angustia que debían sentir las desventuradas víctimas, y la vergüenza ajena de aquellos que callaban y consentían.
El asesino impuro tenía que ser después purificado. ¿Y quién se encargaba de hacer que ese criminal despiadado vomitase el deseo de muerte que corría por su sangre? La madre de la muchacha asesinada. Ella debía cuidad al bellaco corrompido asesino de su hija porque era en ese momento la más alejada a cualquier intento de entender o compadecerse del atroz homicida.
Pero lo peor, era que además todo esto tenía que servir también para liberar a la madre de su joven rival hija que sólo le traía conciencia de su propia vejez y de la cercanía de la muerte.
De esta manera, el asesino, cumple con su Señor y deja por fin a la matrona sola, triunfante y nuevamente deseable. ¿No recuerda esto, de alguna manera, la historia de Blancanieves y su envidiosa madrastra?
Hay momentos en los que sólo podemos lanzar un alarido de horror ahogado y una arcada de asco. El asco es por uno mismo que forma parte de esta humanidad podrida y enferma.
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