jueves, 9 de agosto de 2018

El maquillaje de la Transición



La glorificada Transición después de la dictadura militar, fascista, clerical y bonapartista del cacique marroquí fue una transición, cierto, eso no puede negarse, un consentimiento, una operación política a lo Gatopardo de Lampedusa. Es querer cambiar las cosas para que éstas sigan igual.
Igual que en Sicilia un siglo antes, en nuestro país se cambiaba o se maquillaba todo, pero sólo para que los franco fascistas siguieran igual, prósperos y ufanos, disfrutando del mucho poder político alcanzado, militar y económico y, por supuesto, de sus grandes rapiñas crematísticas, lo cual continúa hoy en el sector neo retro-fascista del nuevo PP de Pablo Casado o en el ya destapado Albert Rivera con sus Ciudadanos; que si pudieran llevarían hoy aún a Franco bajo palio como la hostia sagrada aunque sólo fuera en su exhumación. En esto consistió buena parte del proceso de transición.
Ahí estaban delincuentes de perjudicada humanidad como Fraga (quien tendría que haber dado con sus huesos en la cárcel, como les sucedió a sus homólogos en el resto de Europa), travestidos ahora en padres del nuevo orden jurídico-político democrático, espoleando a diseñar una Constitución con notables trágalas. Pero, eso sí, sin incluir el reconocimiento y la rehabilitación de los últimos soldados de la República, nuestros guerrilleros o maquis, como se les hacía llamar, antifascistas,para el resto de Europa héroes con medallas, pensiones y rangos militares, mientras en nuestro espantajo de país, se les llamaba bandoleros, incluso hoy, cuatro décadas después de Franco. Y todo esto bajo el icono estatal de un monarca impuesto por un caudillo que llegó al poder con una legitimidad inferior a la de Mussolini o el propio Hitler.
Somos el segundo país del mundo, sólo superado por Camboya, en siniestras fosas de la indignidad y la ignominia, todavía muchas de ellas ocultas, con cien mil españoles asesinados por el franquismo y enterrados sin nombre y sin saberse dónde.
Para qué necesitamos una monarquía, arbitraria y moderadora -Art. 56 de la Constitución- que no ejerce su función en aras de una solución definitiva a un conflicto que lleva ya demasiado tiempo abierto. Una monarquía que hoy por hoy no es capaz de zanjar algo tan necesario como el tema catalán, si es que de verdad es el rey de todos los españoles.

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